Sucre, Bolivia, 1936 - Cochabamba, 1964
HAY UNA ANCIANA
Hay una anciana que siempre come sola,
me ha hecho llorar el verla
como si fuera el hijo que no llegó a tener.
Me ha mirado en silencio;
la he mirado gritando con mi alma
tú no estás sola, abuela,
tú no estás sola.
Un foco ha llorado su lagrimón de vidrio,
en la alcuza el vinagre se ha hecho dulce,
y la anciana mascando su propio pensamiento,
me ha mirado de nuevo, dulcemente.
BATANES DE LA PENA
Viejo el planeta tiene la forma de una lágrima
que algún dios lloraría de un ojo ya sin llanto.
La sombra da su sermón de fraile a la tierra mendiga,
que arrastra en los caminos su sandalia de polvo
y el árbol pasa lista a su alumnado de pájaros violetas.
Yo quisiera esperarte sin este pergamino de pena,
escrito con tu nombre.
El tiempo te recorta del libro de la noche
y sólo queda un hueco por donde pasan roncos los planetas.
Si estás hecha de la plegaria que repiten los árboles,
cuando juntan las hojas de sus manos
y eres dulce como el verso desnudando la piedra.
Hoy la noche ha llegado mordida por los perros
y el aire
cuelga un gallo difunto sobre el viento.
Amor, ya no dejes tu paso junto al pozo;
allí se ahogó la luna, y flota muerta.
Pasa de largo hasta encontrar mi sangre
creciendo hacia mi alma basta tocar el sueño,
porque la muerte quiere medir nuestra existencia
para su metro exacto de tierra hereditaria.
Estoy solo, más hecho de silencios que de olvido,
en tanto que la sombra es una plaga de ratones
royendo este pedazo de luz trasnochadora
y se enmohece la herrería metálica de un grillo.
Ya mi voz va agotando su lenta concertina
porque no llegas a borrar el cinema de otoño sobre el alma,
acaso tu vacío puede zurcir las redes de la noche
que aprisionan los astros
y que hoy un mundo deshizo al huir de la nada.
Mi dolor sale a gritos a predicar tu nombre en el camino,
mas la tierra mendiga sólo extiende la mano
donde cae
la moneda de estaño de la luna.
EL MAR
El mar curva sus barrotes de hierro
sobre un pájaro muerto
enmohece en oficio corrosivo
la sal las jaulas de mercurio
los días lentos sobre escarabajos voraces.
Sus esqueletos antiguos
suenan en el fondo
arroja a la arena sus cadenas
sus carabelas de niebla
sus agujereados paños de yodo
echa a la playa redes llenas
de aullidos de metales oliendo a eternidad.
El mar tiene una antigua memoria
bajo espinazos secos de constelaciones.
Al fondo late el día
en una vasta pulsación de flores venenosas
en abejas de aceites duros
espolvorea la siniestra primavera
los estambres marítimos.
Entre maderámenes
rojos como las carnes de animales malheridos
desovan especies multicolores.
Yacen los barandales oliendo a golondrinas
los hierros gangrenados
yace el casco humeando amapolas
entre medusas y vegetales
poblados de extraño movimiento.
Las herméticas cámaras
encuentran el consuelo de sus viejos cadáveres
y en proa la campana descarnada
tacha, a veces, aires líquidos
derramándose entre esos dedos peligrosos
del óxido.
La extraña tripulación yace
en un idioma hecho a fósforo
y en lo alto de la arboladura
aún cree ver el vuelo posado
de los pájaros sonrientes.
El ciego capitán arde en la noche
desde donde no zarparán a puertos
de hollín alborotados
y grúas trashumantes sudando sol.
Un dios brusco y sumergido
sopla una armónica de histéricos azules
en el fondo del mar.
Royó los esqueletos venerables
fue telaraña crecida en tomo al hueso
combatió los días flotando húmedos
como los maderámenes de un naufragio.
Dispersó las herencias
sepultó los principios.
Bate esquilas en manadas verdes
incendia a niebla los abetos
su tiempo es lleno de oscuras amenazas
su cementerio herido de palomas
sus caballos de metal temible.
La sal trunca los arcoiris petrificados
sus lienzos agujereados de fósforo
y sus gorjeos en torno a un caracol.
En catedrales que el hombre no verá
roza páginas de agua
en apoteosis flageladas.
Sus bosques de cristal gotean pájaros de hierro.
Los meteoros llovían y ahondaban
sus campanas mudas
sus voraces gaviotas dieron caza
basílicas sobre tierra pesada de rostros
y primaveras evaporando en el cerezo
sus alcoholes
bajo la arcilla recomenzaba el éxodo de un pueblo
desgarrado por el lento relámpago del árbol.
Sus senos fueron batidos
manchados de mi
como las páginas de una antigua biblia.
Aun en su temible corazón fue el amor
fecundando los humeantes líquidos
los días de mercurio vibraron bajo celos
incoherentes. Fue en ejes trepidantes
en paleas de mareas férvidas
bajo su vientre palpitaba un esqueleto
de pájaro
débil como la cruz en la punta de un naufragio.
Entre escuderos de hierro enmohecido
y oleajes de palomares desatados
el mar combate en oficio corrosivo
arroja a la arena sus badajos sucios
carabelas tatuadas por los viejos
alquitranes del alba
pero en lo interno tiembla mujer arrodillada
y sueña ser el agua que hundió
allá en la infancia el barco de papel
Edmundo Camargo Ferreira. Poeta. Radicó desde su infancia en la ciudad del valle. Hacia 1955 sale del país para seguir estudios de filosofía y letras en Madrid, para luego trasladarse a París donde armó su familia. Allí se relacionó con la literatura surrealista determinante en su obra. Retornó a Bolivia en 1960, luego de dos años cayó enfermo de gravedad, hecho que fue el detonante en producción literaria relacionada con la muerte.
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