OLEGARIO VÍCTOR ANDRADE


Alegrete, Rio Grande del Sur, Brasil, 1839 – Buenos Aires, Argentina, 1882

EL NIDO DE LOS CÓNDORES 
Fantasía 
(Fragmento) 
 


I 
¡En la negra tiniebla se destaca 
como un brazo extendido hacia el vacío 
para imponer silencio a sus rumores 
un peñasco sombrío! 

Blanca venda de nieve lo circunda 
de nieve que gotea 
como la negra sangre de una herida 
abierta en la pelea. 

¡Todo es silencio en torno! Hasta las nubes 
van pasando, calladas, 
como tropas de espectros, que dispersan 
las ráfagas heladas. 

¡Todo es silencio en torno! Pero hay algo 
en el peñasco mismo 
que se mueve y palpita cual si fuera 
el corazón enfermo del abismo.

Es un nido de cóndores, colgado 
de su cuello gigante, 
que el viento de las cumbres balancea 
como un pendón flotante.

Es un nido de cóndores andinos 
en cuyo negro seno 
¡Parecen que fermentan las borrascas 
y que dormita el trueno!

Aquella negra masa se estremece 
con inquietud extraña: 
¡Es que sueña con algo que lo agita 
el viejo morador de la montaña!

No sueña con el valle ni la sierra
de encantadoras galas: 
ni menos con la espuma del torrente 
que humedeció sus alas.

¡No sueña con el pico inaccesible 
que en la noche se inflama, 
despeñando por riscos y quebradas 
sus témpanos de llama!

¡No sueña con la nube voladora 
que pasó en la mañana,
arrastrando en los campos del espacio 
su túnica de grana!

¡Muchas nubes pasaron a su vista, 
holló muchos volcanes, 
su plumaje mojaron y rizaron 
torrentes y huracanes! 

Es algo más querido lo que causa 
su agitación extraña: 
¡Un recuerdo que bulle en la cabeza 
del viejo morador de la montaña!

En la tarde anterior, cuando volvía, 
vencedor inclemente, 
trayendo los despojos palpitantes 
en la garra potente, 
bajaban dos viajeros presurosos 
la rápida ladera, 
un niño y un anciano de alta talla 
y blanca cabellera.

Hablaban en voz alta, y el anciano, 
con acento vibrante, 
"¡Vendrá, exclamaba, el héroe predilecto 
de esta cumbre gigante!".

El cóndor. al oírlo, batió el vuelo, 
lanzó ronco graznido 
y fue a posar el ala fatigada 
sobre el desierto nido.

¡Inquieto, tembloroso, como herido 
de fúnebre congoja, 
pasó la noche, y sorprendiólo el alba 
con su pupila roja! 

II 
Enjambres de recuerdos punzadores 
pasaban en tropel por su memoria.
¡Recuerdos de otros tiempos de esplendores 
de otros tiempos de glorias, 
en que era breve espacio a su ardimiento 
la anchurosa región del vago viento! 

Blanco el cuello y el ala reluciente, 
iba en pos de la niebla fugitiva,
dando caza a las nubes en oriente 
o con mirada altiva 
en la garra pujante se apoyaba 
¡Cual se apoya un titán sobre su clava!

Una mañana, ¡inolvidable día!, 
ya iba a soltar el vuelo soberano 
para surcar la inmensidad sombría 
y descender al llano 
a celebrar, con ansia convulsiva, 
su sangriento festín de carne viva. 

Cuando sintió un rumor nunca escuchado 
en las hondas gargantas de occidente 
¡El rumor del torrente desatado, 
la cólera rugiente 
del volcán que, en horrible paroxismo, 
se revuelca en el fondo del abismo!

Choque de armas y cánticos de guerra 
resonaron después. Relincho agudo 
lanzó el corcel de la argentina tierra 
desde el peñasco mudo 
¡Y vibraron los bélicos clarines, 
del Ande gigantesco en los confines!

Crecida muchedumbre se agolpaba, 
cual las ondas del mar en sus linderos, 
infantes y jinetes avanzaban, 
desnudos los aceros
¡Y, atónita al sentirlos, la montaña 
bajó la frente y desgarró su entraña!

¿Dónde van? ¿Dónde van? Dios los empuja, 
amor de Patria y libertad los guía, 
donde más fuerte la tormenta ruja, 
donde la onda bravía 
más ruda azote el piélago profundo 
¡Van a morir o libertar un mundo! 

III 
Pensativo, a su frente, cual si fuera 
en muda discusión con el destino, 
iba el héroe inmortal que en la ribera 
del gran río argentino 
al león hispano asió de la melena 
¡Y lo arrastró por la sangrienta arena! 

El cóndor lo miró, voló del Ande 
a la cresta más alta, repitiendo 
con estridente grito: "¡Este es el grande!". 
Y San Martín, oyendo, 
cual si fuera el presagio de la historia, 
Dijo a su vez: "¡Mirad! ¡Esa es mi gloria!".

EL CONSEJO MATERNO
Ven para acá, me dijo dulcemente
mi madre cierto día,
( aún me parece que escucho en el ambiente
de su voz la celeste melodía).

Ven y dime qué causas tan extrañas
te arrancan esa lágrima, hijo mío,
que cuelga de tus trémulas pestañas
corno gota cuajada de rocío.

Tú tienes una pena y me la ocultas:
¿no sabes que la madre más sencilla
sabe leer en el alma de sus hijos
como tú en la cartilla?

¿Quieres que te adivine lo que sientes?
Ven para acá pilluelo,
que con un par de besos en la frente
disiparé las nubes de tu cielo.

Yo prorrumpí a llorar, -Nada le dije,
las causa de mis lágrimas ignoro;
pero de vez en cuando se me oprime
el corazón, y ¡lloro!..

Ella inclinó la frente pensativa
se turbó su pupila.
y enjugando sus ojos y los míos,
me dijo más tranquila:

Llama siempre a tu madre cuando sufras
que vendrá muerta o viva:
si está en el mundo a compartir tus penas,
Y lo hago así cuando la suerte ruda
como hoy perturba de mi hogar la calma:
¡ invoco el nombre de mi madre amada,
y entonces siento que se ensancha mi alma

LA VUELTA AL HOGAR
Todo esta como entonces 
La casa, la calle, el río, 
Los árboles con sus hojas 
¡Y las ramas con sus nidos 

Todo está, nada ha cambiado, 
El horizonte es el mismo; 
Lo que dicen esas brisas 
¡Ya otras veces me lo dicho! 

Ondas, aves y murmullos 
Son mis viejos conocidos, 
¡Confidentes del secreto 
De mis primeros suspiros! 

Bajo aquel sauce que moja 
Su cabellera en el río. 
¡Largas horas he pasado 
A solas con mis delirios! 

Las hojas de esas achiras 
Eran el tosco abanico 
Que refrescaba mi frente 
Y humedecía mis rizos. 

Un viejo tronco de ceibo 
Me daba sombra y abrigo, 
¡Un ceibo que desgajaron 
Los huracanes de estío! 

Piadosa una enredadera 
De perfumados racimos, 
¡Lo adornaba con sus flores 
De pétalos amarillos!

El ceibo estaba orgulloso 
Con su brillante atavío; 
¡Era un collar de topacios 
Ceñido al cuello de un indio! 

Todos aquí me confiaban 
Sus penas y sus delirios; 
Con sus suspiros las hojas, 
Con sus murmullos el río. 

¡Qué triste estaba la tarde 
Las última vez que nos vimos! 
Tan sólo cantaba un ave 
En el ramaje florido. 

Era un zorzal que entonaba 
Sus más dulcísimos himnos, 
¡Pobre zorzal que venía 
A despedir a un amigo! 

Era el cantor de las selvas, 
La imagen de mi destino, 
Viajero de los espacios, 
¡Siempre amante y fugitivo! 

“¡Adiós!“ parecían decirme 
Sus melancólicos trinos; 
“Adiós, hermano en los sueños! 
¡Adiós, inocente niño!“ 

Yo estaba triste, muy triste! 
El cielo oscuro y sombrío, 
Lo juncos y las achiras 
Se quejaban al oírlo.

Han pasado muchos años 
Desde aquel día tristísimo; 
¡Muchos sauces han tronchado 
Los huracanes bravíos!. 

¡Hoy vuelve el niño hecho hombre, 
No ya contento y tranquilo: 
Con arrugas en la frente 
Y el cabello emblanquecido! 

Aquella alma limpia y pura 
Como un raudal cristalino 
¡Es una tumba que tiene 
La lobreguez del abismo! 

Aquel corazón tan noble, 
Tan ardoroso y altivo, 
Que hallaba el mundo pequeño 
A sus gigantes designios, 

¡Es hoy un hueco poblado 
De sombras que no hacen ruido! 
¡Sombras de sueños, dispersos 
Como neblina de estío! 

¡Ah! Todo está como entonces: 
Los sauces, el cielo, el río, 
Las olas, hojas de plata 
Del árbol del infinito. 

Sólo el niño se ha vuelto hombre 
Y el hombre tanto ha sufrido, 
¡Que apenas trae en el alma 
La soledad del vacío!



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