SALVADOR SANFUENTES


Santiago de Chile, 1817- 1860


A LA ERMITA DE EGAÑA



Grato respira el amoroso viento
entre estas flores y ierbosos pardos,
y las fuentes con ecos regalados
dan al inquieto corazón contento.

Tiene la paz aquí su dulce asiento
y los sentidos todos sosegados,
a dulces ilusiones entregados
abren un campo hermoso al pensamiento.

¡Ah, quiera el cielo que yo logre un día
al dulce lado de una tierna esposa
tranquilo así pasar la vida mía!

Distante de la turba bulliciosa
un paraíso la tierra me sería,
viendo aumentarse nuestra llama hermosa.

EL ARPA DE DAVID 

El rostro se enrojece 
Del colérico Rey; débil se inclina 
La grey de cortesanos y enmudece. 

¡Ya Dios no lo ilumina I 

En loco desconcierto, 
Como banda de tímidas gacelas 
Cuando ruje el león en el desierto, 

Se alejan las esposas, 

De su ira temerosas. 

Saúl, el soberano, 

Se alza del áureo trono: 

Ya va á estallar su encono; 
Mas David, el pastor, con ágil mano 
De su arpa arranca armónico sonido, 
Suave como las brisas del Oriente 
Que bordan el Cedrón de leve espuma, 
Triste, como en la tarde, entre la bruma, 
De la tórtola amante es el gemido. 
Vacila el soberano estremecido, 
Y á cada acorde, inimitable acento, 
Las nubes se disipan de su frente, 

Y, cual mar tempestuoso 
Que vuelve á ondearen magestuosa calma, 
Vuelve la paz á su alma. 

Y David á su rey la paz volvía, 
Y el rey lo maldecía, 
Porque Saúl, el de purpúreo manto, 
Del humilde poeta envidia el canto. 
No le importa su cetro ni su gala, 

Ni su pueblo que gime, 
Ni el enemigo que sus campos tala; 
Que todo noble sentimiento muere 
Cuando la envidia el corazón inquieta, 
Boa fatal que ol corazón oprime 

Y con robustos lazos lo sujeta. 

Las glorias de David al rey espantan: 
Los profetas de Rama le predicen 
Sn futura grandeza, y lo bendicen, 

Y de Sion las vírgenes le cantan. 

«Es preciso que muera 
El cantor de la blonda cabellera.» 
Así le ordena el corazón impuro: 
Brillan sus ojos, parte de su mano, 

Y enclavada en el muro, 
Trémula vibra la ligera lanza. 

¡La ira del tirano 
Jamas del justo al corazón alcanza!

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