JULES BARBEY D’AUREVILLY

Saint-Sauveur-le-Vicomte, 1808-París, 1889

EL CID

Por la desierta sierra, don Rodrigo pasaba
En su coraza de oro el sol revervearaba
Sus postrimeros rayos, en una tarde ardiente,
Redoblando del héroe el brillo refulgente
No había más que oro, del airón a la espuela
Choca el oro del peto con el de la escarcela
Encendidos rubíes, en su caso lucían,
Pero bajo su máscara, más sus ojos ardían
Soberbio en su descanso, bajo estivo arrebol,
No habiendo a quien herir, hería al mismo sol
Era para los pobres hijos de las montañas
La imagen llameante, gloria de las campañas,
Como torre de fuego, este altivo señor,
Y exclaman: "¡Es Santiago o el buen Campeador!"
A los dos confundían, en una misma gloria,
Para admirar sus hechos, o adorar su memoria

Pero cuando pasaba, altivo y poderoso,
Seguro, grave y lento, llegando caviloso,
Oyó en lo más profundo de un barranco escondido
Una voz lastimera, lo mismo que un gemido
Echado en tierra, estaba un horrible leproso,
Una humana inmundicia, de aspecto monstruoso
Las patas del caballo levantáronse en alto
Como si comprendieran, en mudo sobresalto,
Que al tocar ese ser quedarían manchadas
Y que nunca podrían ser ya purificadas
Sin embargo, el héroe, en su gloria arcangélica,
Inclinando su yelmo, como en una acción bélica,
Descubrió el horroroso lazarino en su escoria;
Le tendió noblemente, desde la altiva gloria
De su cabalgadura, la limosna pedida
A este leproso impuro, contagioso y maldito
Que le pedía en nombre del Señor infinito
Entonces sucedió un caso emocionante:
Alargando hacia el Cid su mano suplicante,
El leproso mendigo, en tierra su rodilla,
Sorprendido de ver que un hombre no le humilla
Manifestando horror por su atroz pestilencia,
Sin huir de su lado ni esquivar su presencia,
Y todo enternecido al ver tanta piedad,
Osa el vil, el horrible, en su monstruosidad,
En un súbito impulso más fuerte que natura,
En el guante de acero poner su boca impura
Bien sabía el cuitado que podía besar
Sin que al brillante acero pudiese contagiar
El mojar de sus labios y el soplo de su aliento;
El, que nunca besara ni aún con el pensamiento,
Y que daba la muerte con sólo su contacto,
Pone su frente herpética sobre el acero intacto
De la férrea manopla, que el Cid le da de grado
Sin sentir repugnancia, quedándose a su lado,
Caritativo, inmóvil, siempre Campeador
¿Qué pensaba encerrado en el áureo esplendor
Del casco de rubíes cuando esta audacia vio?
¿Bajo su áurea coraza qué deseo le hirió?
De pronto, miró al gafo y, con un gesto humano,
Se quitó el guante y dióle al mendigo su mano

De "Los mejores poetas franceses"
Selección y traducción de Luis Guarner
Editorial Bruguera, Barcelona-España, 1974

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